En Malawi, sobrevivir es ya una hazaña, pero William Kankwamba no es de los que se resignan. Ha construido un sueño: un molino que da luz a su pueblo. Apenas hay fotos de él, pero en África se ha convertido en un héroe.
Kasungu (Malawi), el futuro es muy oscuro. Los niños tienen escrito el destino en la frente: trabajar la tierra, como sus padres y como los padres de sus padres… Con suerte, si la sequía no les aniquila el maíz, los granos de soja o el tabaco, comerán. Si no, se verán obligados a reducir las raciones a una al día y… de forma escasa.Pero hay jóvenes que no parecen dispuestos a resignarse a ese incierto porvenir. Como William Kankwamba, nacido en 1987, el chico que en mitad de esa oscuridad perpetua quiso emular al gran Thomas Edison e hizo la luz en su pueblo para asombro de los suyos. Lo consiguió casi solo, sin haber visto en su vida un iPod y sin saber lo que era navegar por Internet. Con la imaginación, el sueño y el arrojo que le llevó a construir un invento propio: el molino rudimentario que le ha convertido en el héroe de su barrio y ahora de todo un continente.
Encontró el camino en la biblioteca de la escuela de Kanchocolo, como cuenta él mismo en un libro que está terminando con su experiencia y que se titula El niño que utilizó el viento. Por suerte, el suyo no era uno de tantos colegios cerrados en Malawi por ausencia de profesorado. El sida, por ejemplo, ha matado ya a 80.000 maestros y muchos centros han tenido que cerrar por ello.
La bibliotecaria puso en sus manos algo que cambiaría su vida: un manual práctico que se titulaba Using energy. En él se explicaba el funcionamiento de un invento del que William nunca había oído hablar: los molinos de viento. Su primera impresión al ver las fotografías fue completamente quijotesca: “Esas altas torres blancas, que giraban como ventiladores gigantes”. Además, en ese libro descubrió una verdad reveladora: “La energía nos rodea todos los días. A veces, lo único que necesitamos es reconvertirla en algo que nos resulte útil…”.
SÓLO AQUELLA AFIRMACIÓN, tan tajante como sugerente, le disparó. Además, según pudo leer, aquellos molinos proporcionaban luz y agua en abundancia sin parar por países de Europa y Oriente Próximo, mientras que en Malawi casi todo el mundo se acuesta cuando anochece. La razón es bien simple: para muchos no existe más luz que la que proporcionan las lámparas de queroseno. Y eso cuando uno se lo puede permitir, porque el combustible suele estar por las nubes.
Un molino era un tesoro. Un molino era la libertad. Dispondrían de luz eléctrica y, lo que es más importante, proporcionaría agua y riego para hacer más llevaderas las épocas de sequía. Así que William, sin dudarlo, decidió algo tan lógico como delirante: construir uno.
Su inglés era rudimentario, así que se buscó un diccionario con el que traducir aquel libro y otro titulado Explaining Physics sin perder detalle. Cuando bebió toda la teoría empezó con sus experimentos. Hubo varios intentos. Lo primero que hizo fue pensar en lo que necesitaba: hélices que fabricó con PVC, un motor que las hiciera rotar, ruedas y algo que se pareciera a un generador. Lo más difícil de construir fue el motor. Lo sacó de una radio a la que enchufó unos cables en el lugar de las pilas. Cuando lo tuvo instalado, su amigo Geoffrey, que había sido su cómplice en todo el proceso, le preguntó: “¿Y ahora qué hacemos?”. La respuesta era fácil. “Esperar a que sople el viento”, contestó William.
Con todo dispuesto, William construyó su artilugio en el campo. Sus hermanos, sus primos, sus amigos se reunieron a darle ánimo con un deseo: que aquel físico inventor autodidacto acertara y algún día apagaran la luz para dormir. Reforzó con clavos la estructura de madera de bambú. Colocó la dinamo y la rueda. Enchufó los cables a los motores rudimentarios. Movió las hélices y… todo se iluminó.
No tardó cada habitante del pueblo en conocer la hazaña. Aquel “helicóptero que hacía luz”, decían. El invento fue creciendo, William acabó hasta cargando los teléfonos móviles de todo el mundo que se lo pedía, y la fama de este chico de 19 años se expandió como el halo de luz que había creado. Los periódicos empezaron a curiosear. Primero, el Daily Times local; después, la prensa internacional. Todos relataban la historia de un muchacho genial que consiguió el avance tecnológico más asombroso entre los suyos.
Ahora ha viajado a Estados Unidos y termina su libro con la ayuda del escritor Bryan Mealer. Su inglés es más que aceptable y hoy está becado para comenzar este mes de septiembre un curso en la African Leadership Academy de Suráfrica, una escuela para mentes brillantes del continente que han impulsado, entre otros, Nelson Mandela y Wangari Maathai, la keniana que también ganó el Nobel de la Paz.
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